El pueblo amaneció alborotado. Había
muerto Madame Ivone. Entre la pena de sus chicas y la sonrisa maliciosa de las vecinas
del lugar, la noticia no pasó inadvertida. Muchos se acercaron a la antigua
casa, la que llamaban: “El rincón florido”.
Reunidos en la esquina, los curiosos
seguían cada movimiento, quién entraba, quién salía.
La velaron en el burdel, rodeada de los lamentos de sus putas queridas. Ivone
descansaba entre blancas puntillas, su última sonrisa sin rouge se dibujaba
apenas en su cara.
La escena era patética, dos rubias, plenas de carnes y años, se abrazaban
llorando desconsoladas. Otras mujeres, rodeaban el cajón acariciando las manos
de la muerta. En un rincón, el loco Juan, gemía palabras incomprensibles. Ivone
había sido la madre que nunca tuvo. Era una corte de desahuciados, que había
perdido a su reina madre.
Inés entró al burdel, se acercó al cajón, las mujeres se corrieron para darle
paso, algunas la reconocieron y la miraron con asombro.
¿Qué hacía la doctora Arrieta en el velatorio de Madame Ivone?
Inés acarició la cara fría, sus dedos siguieron el curso de las arrugas, la
línea tan marcada en la frente, le acomodó el pelo.
¿Cuántos años, verdad Ivone? le dijo en voz baja. Los recuerdos se presentaron
como en una película: escenas del pasado. Yo era tan joven, ¿te acordás? Vos me
cambiaste la vida, me enseñaste a vivir y a amar.
Los lunes, el burdel de la calle Olavarría permanecía cerrado. Todas
descansaban. Aquel día, Madame Ivone caminaba de un lado a otro del salón, cada
tanto sacaba un papel que guardaba en el bolsillo de su bata, lo leía y lo
volvía a guardar.
El timbre de la puerta de calle, hizo que mirara el reloj, las cinco, pensó:
¡Que piba puntual!
Abrió la puerta cancel, una mujer, casi adolescente, entró.
—Soy Inés Arrieta —dijo con un hilo de voz.
Ivone, sin hablar, caminó adelante, la otra la seguía. Pasaron a un cuarto
pequeño.
Tomaron asiento y sin decir palabra, Ivone le dirigió una mirada que era una
pregunta. La joven dijo:
—Estoy aquí… para pedirle… —le costaba hablar— me está pasando algo… estoy
embarazada.
Estaba roja y cada tanto se secaba el sudor de la cara con un pañuelo. Ivone le
dijo:
—¿Y yo que tengo que ver… qué pretendes de mí?
—Que me ayude.
Se largo a llorar sin poder contenerse.
—¿Vos pensás que esto es una Iglesia, nena?
La joven lloraba con desesperación. Ivone le acarició la cabeza.
—¿Por qué te tengo que ayudar? No te conozco ni se quién sos. Me parece una
locura que recurras a mí. ¿Y tus padres, tu familia… no sé,… alguien que se
haga cargo de vos y tu crío?
—Mis padres me echaron, mis hermanos mayores están de acuerdo con ellos. Y mi
novio me abandono. Usted ayudó a Graciela cuando quedó embarazada, por eso
vine.
—Graciela es hija de una de las mujeres del burdel.
—Por favor…
Ivone no podía creer lo que le estaba pasando, daba vueltas en la habitación,
se detenía y la miraba, seguía andando. La situación la desbordaba, era una
cosa de locos, se preguntó si no sería un sueño.
—Yo puedo trabajar…
—¡Ni se te ocurra, no sos mina de burdel! —le dijo muy seria y con voz de
mando— te quedás por hoy, voy pensar el asunto y mañana hablamos.
La mañana se presentó lluviosa, Inés esperaba en el salón. Retorcía en sus
manos un pañuelo. La madame entró seria, se sentó frente a ella.
—Te vas quedar. Doña Luisa, la cocinera está vieja, necesita ayuda, esa será tu
obligación, luego tendrás que estudiar, si aceptas las condiciones, bien. Sino
te vas.
—¡Acepto!
—Y acepté, te acordás Ivone.
El olor de las flores le daba vueltas la cabeza. Le costaba respirar. Inés se
aferró al cajón.
—¿Señora quiere un café? —La voz de la rubia le llegó como a través de un
túnel.
Le respondió con un gesto. No quería café, sólo quería despedirse de la única
mujer que le había enseñado algo en la vida, sin libros, sin profesores ni
exámenes ni gritos. Quería despedirse de su amiga, de su amiga Ivone.
A los dieciocho años, tuve por primera vez una mamá, fuiste vos.
Volvió a acariciar la cara blanca. La besó en la frente.
—Que descanses en paz —le dijo entre lágrimas.
Saludo a las chicas que seguían sin entender su presencia en el lugar y salió.
Varias señoras del pueblo, reunidas en la acera de enfrente, la miraron con
asombro, intentaron acercarse, ella saludo con un movimiento de cabeza y con
gesto soberbio cruzó sin mirarlas.
Debía llegar temprano, su hija llegaba esa noche de Mendoza, y quería recibirla
con una cena especial, para algo era doctora y cocinera.